Creció de la mano de su abuelo preparando la ropa de los jugadores del primer equipo. Con una mezcla de sensaciones entre la emoción y la responsabilidad por la tarea encomendada, esperaba nervioso sentado tras la portería junto a otros chicos, la hora de inicio del partido. Se abrían las puertas del vestuario y entre el fuerte olor a Reflex y el repicar de tacos de aluminio sobre el cemento, veía embobado emerger tiarrones como castillos entre gritos, pechazos y palmadas, cual manada sanferminera dispuesta a llevarse a todos por delante. Daban auténtico miedo.
Era la magia de los domingos. La de los partidos de categoría regional. La que a falta de otras ofertas deportivas o culturales, convertían a los viejos campos de pueblo o barrio en el centro neurálgico de cada pequeña comunidad, y al ambigú en el lugar de encuentro y fraternización de los vecinos de la misma. Como si de un gigantesco hormiguero se tratase, marañas de cabezas se arremolinaban frente a él al descanso, mientras nuestro protagonista se adentraba en el bullicio sorteando hábilmente las piernas de sus paisanos hasta llegar a su padre, quien le invitaría religiosamente al refresco como cada semana. Eran otros tiempos. Otro fútbol. Un fútbol que más tarde les concedería a él y a sus amigos de detrás de la portería, la oportunidad de ser los actores principales de la historia, brindándoles grandes tardes de gloria y también más de alguna noche sin dormir. Multitud de momentos inolvidables que sirvieron para que germinase el mejor de los regalos que aquel fútbol amateur les podía brindar, unos amigos para toda la vida. Aprendió a llorar y a reír junto a ellos por unos colores. A amar y a respetar un escudo, un equipo. Su equipo.
Aquel fútbol que conocimos, vertiginosamente fue mudando de piel. Aquellos jugadores de corpachones rudos y fornidos, se estilizaron, se definieron como ahora les gusta decir, esculpiendo nuevos músculos de diseño de proporciones casi perfectas, al estilo de los dioses griegos. Las piernas velludas desaparecieron dejando paso a barbitas recortadas y las camisetas remangadas hasta los codos, fueron cubiertas por funcionales elásticas térmicas perfectamente combinadas con el equipaje. Jugadores del futuro cortados todos por el mismo patrón, que sin embargo se afanaban en destacar del resto con los imposibles y estrambóticos colores de sus botas, rompiendo así con el color negro imperante de toda la vida, que compartían todos los compañeros. El “jugador” como “individualidad” frente al grupo, no solo se había hecho mayor, sino que comenzaba a descarriarse, arrinconando poca a poco en el vestuario a un cada vez menos importante sentimiento de equipo.
Jugadores ni mejores ni peores, simplemente diferentes. Puede que los actuales con mejores cualidades físicas, pero con menos disposición para el sacrificio y el esfuerzo solidario. Puede que ahora con mayores conocimientos tácticos, gracias a la presencia de nuevos y formados entrenadores, pero con mucha menos capacidad de arrojo y valentía para gestionar partidos “machos”, que dice “El Vasco” Aguirre. No podemos saber qué pasaría si entre ellos se enfrentaran, quién ganaría, por mucho que todos exjugadores por igual tengan la falsa convicción de que en sus tiempos había más nivel. Da igual, porque no es de fútbol de lo que quería hablar, sino de valores. De los valores perdidos de este desnortado fútbol amateur, que copia estúpidamente los peores vicios de un cada vez más desalmado fútbol profesional. De la vital importancia de los valores del deporte en equipo. De los sentimientos de identidad y pertenencia a un club. Del arraigo emocional hacia el mismo. De jugadores comprometidos por la causa, leales, serios y honestos, que anteponen el bien común a sus intereses personales, así como los logros del grupo a su insaciable ego.
Ellos no son sino víctimas de nuestros propios comportamientos y de nuestras continúas meteduras de pata. No sirve de nada, por mucho que nos empeñemos, formar al máximo nivel a los entrenadores del fútbol base, si el entorno del jugador se sigue comportando ante él como auténticos Hoolligans. Por un lado, padres, en la mayoría de los casos jugadores frustrados, metidos a ridículos entrenadores, que intentan decidir sistemas y estilos de juego, en los cuales por supuesto su hijo o hija representará la piedra angular del mismo, de la mano de madres convertidas vergonzosamente en Barras Bravas dominicales, que se enfrentan a gritos e improperios con la hinchada contraria durante el partido. Por otro, hermanos idólatras autoerigidos en nefastos consejeros y agentes deportivos que hacen creer al jugador lo que no es, ayudados por los fieles seguidores y amigos “Toiss” guardaespaldas del jugador, que no permiten bajo ningún concepto reproche ni desaprobación alguna ante su adulada estrella, defendiéndola a muerte enardecidos y airados bien en el propio campo, o bien desde su cobijo virtual de las redes sociales.
Y así matamos entre todos el sentido de equipo, de identidad. El respeto por el compañero, por el rival, los valores del vestuario. La veteranía, los galones, las costumbres, la responsabilidad, la solidaridad, el sacrificio, el compromiso adquirido con un club. Cada jugador es un equipo en sí mismo. Once egoístas con botas escenificando jugar a un deporte de equipo. Primero su bienestar particular. Satisfacer sus necesidades personales y deportivas normalmente en forma de titularidad, minutos y protagonismo en el juego. Después ya vendrá todo lo de demás. Incluso parece a veces que hasta el resultado sea ya secundario, dando la sensación al ver a algunos de ellos, de que disfrutan más con la escenografía copiada de los profesionales, bajando repeinados con el neceser del autobús, o tapándose la boca para hablar, como si a alguien le importara lo que se están diciendo dos jugadores de primera regional, que con el propio juego. No se sabe muy bien si alguno prefiere una buenísima foto en un potente salto de cabeza con la que fardar en Instagram , o marcar un gol en el último minuto.
Deciden, o quieren decidir cómo han de entrenar. Qué ejercicios son los más adecuados para ellos, o cómo deben de plantearse los partidos. También obviamente quiénes deben de jugar, ellos y diez más. Siempre ganan, nunca pierden, en tal caso, no será nunca por culpa suya, ni tampoco por la de sus compañeros más afines, sino por culpa de algún otro y por supuesto del entrenador, a los cuáles, llegados ya a un punto de desvergüenza infame, se atreven a elegir o exigir en periodos vacacionales, para que sean los conductores óptimos de toda esa calidad futbolística que ellos atesoran. Jugadores amateurs, profesionales de la excusa y de la exigencia. Piden mucho, pero dan con cuentagotas. Demandan a directivos de pueblo y barrio, los auténticos pilares de que siga existiendo este fútbol regional, militar en un club modélico, con infraestructuras y organigramas superiores, que destile a raudales cariño, afecto y trato familiar, a la par que seriedad, dedicación, atención máxima e incluso más comúnmente exigen por sus servicios compensaciones económicas, a veces incluso a espaldas de sus propios compañeros.
Aunque esta quimera a veces se llega a conseguir, no deja de ser un frágil castillo de naipes que se desmoronará con suma facilidad. A las primeras de cambio, en cuanto las cosas no son como las había imaginado, o en cuanto su entorno no esté conforme con el discurrir de la temporada, amenazarán con tirar la toalla, con marcharse. Irse del equipo porque sienten que todo es un complot contra su persona, que él lo está dando todo y nadie les corresponde. Y así, convencidos por entrenadores sin escrúpulos de infortunados calificativos que evitaré, escuchan cantos de sirenas repletos de tardes de vítores y aplausos, que al acabar no siendo tal, vuelven a aumentar en él la sensación de engaño, mala suerte y victimismo, haciéndole terminar dando bandazos de equipo en equipo, de vestuario en vestuario, sin cuajar en ninguno de ellos, hasta decidir más pronto que tarde que este deporte no va con él, sin darse cuenta de que es él quien hace mucho tiempo que no va con este deporte.
Un deporte amateur apasionante que debe recuperar los valores perdidos a base de trabajo, principios y pasión. Que debe poner en valor a esos jugadores de club, que todavía los hay. A aquellos jugadores comprometidos, que sabes que cuando vengan mal dadas no van a cambiarse de bando o a salir corriendo a las primeras de cambio. Que lo darán todo por defender aquello que sienten como propio. Son esos jugadores, esas contadas excepciones, como el mallenero Santiago Viela al que me apetece nombrar, los que impulsarán domingo a domingo a la gente a reconquistar esos campos, a volver a llenar aquellos ambigús. Esos. Los que dignificarán eternamente un club, un escudo, una camiseta, sea en la categoría que sea, asegurándonos siempre portarla con dignidad y orgullo.
totalmente de acuerdo Jose Antonio ,más jugadores y entrenadores q sientan el escudo y menos que vengan a pasar el año y a llevarse la pasta.Mucha culpa directos de los clubs
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Muy muy muy bueno 👌🏾👌🏾
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Fiel reflejo de la sociedad. Un acierto de artículo Chole. Me ha encantado leerlo. Un abrazo
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Muchas gracias Joaquín. Un fuerte abrazo.
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