STOP BULLYNG. «Mucho protocolo, poca intervención». (Cap. 2)

“¡Hay que hacer, hay que hacer, hay que hacer…!” Se escucha con frecuencia en las reuniones de ciclo o claustro de profesores cuando el orientador del centro, entiendo que es su trabajo, anuncia por boca de la administración el mandato urgente de volver a reelaborar y adaptar por enésima vez, los farragosos y a menudo inoperantes protocolos de actuación, actualizándolos así a las nuevas normativas sobre el acoso escolar. En definitiva, más papeles. Eso es lo que la administración entiende por actuación, registro. Papeles. Dosieres. Datos. Cifras. Estudios. Conclusiones. Es como si tener todo por escrito nos fuera a solucionar los problemas. ¡Mucho protocolo, poca intervención!, sería el lema. Nada de acción para un problema crucial que se batalla precisamente con eso, con más acción, con actos, con presencia, con determinación y por supuesto con apoyo. Apoyo institucional y social para quienes tienen en primera persona que lidiar con el problema. No se resuelven los acosos escolares ni la violencia en los centros con más trabajo burocrático para el docente, sino con más apoyo y formación en todo caso. Lo ejemplifiquemos para poder explicarlo mejor, vayamos una vez más a lo cotidiano. Pongámonos en la situación de una cruenta pelea entre dos alumnos en el patio de recreo.

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Una vez que hemos conseguido separarlos por la fuerza y no con palabras bonitas, asumiendo con firmeza el consiguiente riesgo que tal acto conlleva, no sólo físico, sino también jurídico, ya que te expones a una posible denuncia paternal por haberte empleado con excesiva energía y vigor con el niño, comienza lo verdaderamente difícil, la gestión del conflicto. Por mucho que intentemos protocolizar, estandarizar las situaciones, nunca dos casos serán iguales, por lo que la respuesta del docente nunca deberá ser por lógica igual. Mil condicionantes van a entrar en juego: atenuantes, reiteración, estado emocional, etc. imposibles todos ellos objetivamente de registrar y cuantificar, por mucho que se empeñe la administración.

El docente en primer lugar una vez apaciguados los ánimos, intentará ahora sí por la vía del diálogo saber qué ha pasado, realizando una composición de los hechos, que casi con toda seguridad corroborará con otros compañeros y alumnos que estaban presentes. Si hay una evidencia clara de quien inició la pelea, el docente amparado en el Reglamento de Régimen Interno del Centro (ese que nuestros políticos desconocen que existe), adoptará como así demanda la sociedad una serie de medidas con el infractor, intentado elegir entre aquellas más justas y proporcionadas a la magnitud del conflicto. Esas medidas irán en dos posibles direcciones, correctoras y si la gravedad o la reiteración así lo requiere, también sancionadoras. ¿Qué es lo que va a suceder casi con toda seguridad? Pues que la familia del sancionado, difícilmente va a aceptar de buen grado las medidas por el centro interpuestas. Los padres, y así reza en los escritos del Justicia de Aragón del 29 de Julio del 2008, “… asumirán una actitud de defensa a ultranza del hijo, y de desconfianza respecto del enseñante”. Así que protocolicemos o no, la discusión está servida.

  • “¡A mi hijo sí y al otro nada, se va a ir de rositas!”, “¡Siempre igual, cargan contra los mismos!”, “¡Salen al recreo a tomar café…, si hubieran estado más atentos no se hubieran peleado!”, “¡Tampoco era para tanto, son cosas de chicos!”, “Le habían insultado a él primero, lo que pasa es que él no se chiva como el otro”.

Las excusas y los clichés son innumerables. Lo grave es que el hecho se normaliza. Confundimos informarnos de todo lo que ha pasado, como es nuestro derecho y obligación, con postularnos irrevocablemente en su legítima defensa. Así pues, el docente, que presuponemos ha actuado con diligencia, rapidez y justicia, sufre la mayoría de las veces por parte de la familia del sancionado una reprobación a su manera de actuar, emitida bien vía notita en la agenda escolar del alumno, bien en contestaciones o recriminaciones subidas de tono y fuera lugar en la mismas filas, o bien en entrevistas personales crispadas y desagradables. ¿Es este el clima ideal para tomar las mejores y más justas decisiones? ¿Estamos luchando contra la violencia y el acoso escolar, si ante una amonestación intento cohibir la decisión del docente? ¿Quién protege aquí la integridad del mismo y vela por la imparcialidad de éste? ¿Quién protege al que protege?

Siempre saldrá a la palestra el gurú educativo de turno, ese que no ha pisado un centro escolar en su vida, diciendo que hay que ser proactivos, ir por delante, anticipar situaciones y no sé cuántas mandangas más. Miren, los niños se pelean, son niños, y a no ser que los metamos al centro atados y amordazados como a Hannibal Lecter, siempre lo van a hacer. Y el día que no se peleen, entonces ya nos podemos empezar a preocupar de verdad. No se trata tanto de anticipar situaciones y de registrar todas las posibles respuestas, sino de apoyar las intervenciones.

¿Cómo es posible si no salvaguardar la convivencia pacífica dentro del entorno escolar, si para detener una agresión el docente no puede utilizar su fuerza o un tono de voz excesivamente elevado, no acabe siendo acusado de malos tratos e intimidación a los alumnos? ¿Cómo es posible reeducar y reconvenir conductas, si las medidas tomadas son constantemente desaprobadas por las familias, haciendo sentir además al niño víctima de la injusticia del centro o del profesor? ¿Qué hacemos? ¿Alguien por favor nos puede decir cómo resolvemos la situación con solvencia, eficacia y sensatez, sin perder de vista la firmeza? Porque las soluciones en los centros se están agotando.

Cualquier medida es reprochada primero y censurada después. Por ejemplo, trabajos a la comunidad, aquellos que a un servidor por romper una ventana de un balonazo le costaron dos meses recogiendo papeles del recreo. Nada. Tampoco valen. “¿Recoger papeles del recreo como castigo?, ¡Por favor, qué barbaridad!, eso es vejatorio y atenta contra la dignidad del niño”. ¿Forrar los libros de la biblioteca tal vez?: “¿Y porque va a tener que forrar mi hijo los libros de los demás? De eso nada”. Insisto, las soluciones en los centros se agotan, y los protocolos no mejoran el problema. La más socorrida de toda la vida: “¡Pues que se quede sin recreo!”. “¿Mi hijo sin recreo?, ¡hasta ahí podíamos llegar! Eso va contra los derechos del menor”. ¡Dígannos!, ¿qué hacemos?, ¿qué nos queda?

Hay otras alternativas que van surgiendo desde las nuevas corrientes psicopedagógicas en la reeducación de conductas. Por ejemplo, que el agresor se disculpe sincera y afectuosamente con la víctima a través de una carta, en la que desde la tranquilidad y el sosiego reclame un perdón a la misma, previa promesa por supuesto de no volver a repetir agresión de ningún tipo. No me parece una mala medida, pero me da mucho que pensar. ¿La valorarán de igual forma el padre del agresor y el padre de la víctima? ¿Se toman verdaderamente estas medidas desde el convencimiento de su eficacia, o desde la imposibilidad e inconveniencia de determinar otras más comprometidas?

Diálogo, se escucha también como gran solución. El diálogo es el arma más potente a nuestro alcance para abrir mentes y tejer cambios en las conductas de nuestros alumnos, pero no siempre es aplicable. Para el diálogo se necesita calma y escucha, que no siempre se dan hoy en día en los colegios, pero sobre todo, respeto y empatía entre alumno y profesor, que también poco a poco se ha ido perdiendo, así como la necesaria confianza por parte de las familias. Hoy día interrogar a un niño con preguntas incómodas y personales con el fin de atisbar el porqué de sus comportamientos, puede suponer una intromisión a su intimidad, y puede por tanto originarle al maestro aunque parezca una barbaridad, problemas por meterse donde no le llaman. Si ni siquiera podemos hablar con ellos, interrogarles, no tenemos ya nada que hacer.

El repugnante paraguas de “buenismo” por un lado y el perenne temor anidado en lo más hondo de los docentes por otro, hacen que los violentos, los acosadores, valiéndose de esa inoperancia, de esa imposibilidad de intervención firme, sean a menudo recompensados con segundas y terceras oportunidades, al amparo de esos elaboradísimos protocolos escolares, que a menudo se presentan laxos y cobardes. Cuando hablamos de tolerancia cero, es tolerancia cero. A la primera persona que se debe de proteger desde el primer al último segundo es a la víctima, y después ya pensaremos en reeducar al agresor. Aislar a los violentos y acosadores debe de ser una premisa inexorable. A veces eso va a conllevar medidas drásticas, como por ejemplo una expulsión del centro escolar. Medidas que ya sabemos, no hace falta que nos lo repitan insistentemente psicólogos, pedagogos y contertulios televisivos, no reeducan, pero sí que sirven para fortificar esa necesaria protección inicial de la víctima. Al mismo tiempo, también nos servirá para dar un necesario toque de atención a los tutores del acosador, que como hemos visto anteriormente, es más que posible que no se den por enterados de las señales que continuamente llegan desde el centro, ante las conductas impropias y preocupantes de su hijo.

Los derechos del acosador nunca pueden estar por encima de los de las víctimas, y menos que sea la propia burocracia administrativa, quien los proteja ante posibles contundentes medidas, blindándolos con sus interminables papeleos. Por supuesto que debemos de reeducar, pero también sancionar, al igual que ocurre en la vida misma. ¿O acaso al que infringe la ley no se le condena primero y luego se le reeduca y reinserta después? En los centros escolares, sin embargo, la sensación es que el sistema funciona totalmente al revés y claro, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, hasta que pasa. Es entonces cuando intentamos poner remedio, muchas veces ya no hay ni solución ni vuelta atrás,  buscando la sanción que desde el primer momento se ha estado evitando. La resolución de los conflictos a través únicamente de la vía del diálogo, a base de estímulos principalmente positivos, no es que sea un mal plan, pero sí es arriesgado. Tan importante y necesario es que a los niños se les muestre el camino correcto, como darles a conocer que consecuencias tienen sus actos incorrectos, máxime si estos son de extrema gravedad. Porque si el plan falla utilizando únicamente esta vía del diálogo y el acoso acaba en algo más grave, nosotros, los maestros y maestras, seremos legítimamente co-responsables por méritos propios de la autoría del mismo, ya que no habremos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance, tomando no solo aquellas medidas que más nos agraden, sino también aquellas otras que nos resulten menos cómodas y engorrosas.

La tolerancia cero debe ser santo y seña de nuestros centros educativos y es necesario e imprescindible para que esta se dé, aumentar la sensación de disciplina en los mismos. Disciplina, sí, han leído bien. Disciplina entendida en el buen sentido, en el sentido de un orden establecido, de un respeto mutuo e inquebrantable entre unos y otros, de unas normas claras y firmes que protejan y preserven la convivencia. Sin embargo padres y profes, ambos por igual, por querer ser o parecer los más enrollados y modernos del lugar, imbuidos por tendencias psicoeducativas de lo más cool, han gustado en los últimos tiempos de abrazar más el “colegueo” con sus hijos y alumnos, que la intención de ocupar ante ellos posiciones de autoridad. Con niños que desconocen normas y reglas, educados en un egocentrismo desmedido y escolarizados en un sistema inoperante y miedica, estamos conformando un letal cocktail explosivo fácilmente inflamable, que impide controlar y asegurar la convivencia pacífica dentro de los centros educativos. Pero todavía hay más.

Queda la puntilla al problema. La descoordinación docente. Ésta nos mata. La escuela y el profesorado pierden ahí a borbotones la credibilidad ante familias y sociedad. El sistema se desangra irremediablemente sin que nadie corte la hemorragia. Porque los alumnos lo saben y las familias también. Saben perfectamente que no es lo mismo si en una falta de conducta, en una agresión, en un acoso, quien te va a reprender o a juzgar va a ser D. Fulanito o va a ser Doña Menganita. Conocen la disparidad de criterios y de contundencia a la hora de actuar entre unos docentes y otros, y eso es un tremendo despropósito. Porque además existe entre el gremio un corporativismo mal entendido, en el que no está bien visto entrometerte en la parcela de un compañero, o volver a juzgar actos ya juzgados. Esta descoordinación, esta forma de actuar por libre ante los conflictos escolares, que tampoco van a unificar los protocolos ya que el condicionante personal y el compromiso de cada uno siempre van a estar ahí, acaban mal etiquetando a los docentes de un mismo centro, dividiéndolos entre las familias y alumnos, entre buenos y malos, colgándole para más INRI a aquel maestro más implicado en la lucha contra la violencia y más involucrado en los temas de acosos escolar, el cartel de ogro.

Esta sociedad, que se muestra tan ingeniosa y hábil para algunas cosas, con estas familias tan involucradas en el tema educativo, y con estos docentes tan ansiosos por ser comprendidos e inquietos por encontrar nuevas fórmulas, no se puede dejar embaucar en estos trascendentales temas de violencia y acoso escolar, con estúpidas demagogias y vanas ínfulas pedagógicas. No. No podemos dudar con el acoso escolar. Hay que ser inflexibles, rígidos y severos, sin miedo a la crítica, actuando como siempre le escuché a uno de mis grandes maestros: “Con mano de hierro y guante de seda”. No hay que tener complejos, ni permitir dar pábulo a charlatanes ni oportunistas. Y sobre todo, debemos hacerlo entre todos juntos. No es un problema de protocolo señores, es problema de confianzas. De confiar en las manos de quién dejas la educación de tus hijos. De confiar en su justicia, en su capacidad, en su criterio y sobre todo en su buena fe. De confiar en que al igual que tú vas a querer lo mejor para tus hijos, ellos van a querer lo mejor para sus alumnos.

 

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