El pasado jueves dos de mayo se celebró el día mundial contra el acoso escolar, efeméride que se viene celebrando desde hace seis años, y que en España se concretó entre otras actuaciones con la concentración ayer viernes de la Asociación contra el Acoso Escolar (NACE) frente al congreso. Una vez pasado el huracán electoral, tenía ganas yo de volver a lo nuestro, a lo cotidiano, a la educación de aula, familia y patio de recreo, y este tema, el Bullyng, tan capital y dramático, como nauseabundamente a veces demagógico, se me antoja obligatorio e indispensable a tratar, eso sí también en trilogía para poder explicarme bien, antes de echar la persiana de cierre a este primer curso educativo, en su doble versión escolar y blogera.
Seguramente es este, el Bullyng, mal denominado para mí “acoso escolar” (ya me explicaré más adelante), el tema relacionado con la educación que más nos conmueve, preocupa y aterroriza. Desde el considerado por la opinión pública como primer caso en nuestro país, aquel triste de Jokin de Hondarribia en septiembre del 2004 han pasado ya quince años. Él fue el primero en iniciar un cruel y tortuoso camino al que por desgracia otros siguieron, sin poder saber exactamente cuántos fueron antes y cuántos fueron después, únicamente sabiendo a ciencia cierta que la sociedad fracasa y el sistema salta por los aires, con tan sólo uno que se produzca.
La gravedad, el respeto y la seriedad con las que siempre hay que tratar estos temas, no deben enmascarar las pequeñas y casi ridículas verdades, que habituados a verlas en nuestro día a día, son ya permitidas sin su halo pernicioso y que unidas unas a otras, pixelan una imagen terrible y sobrecogedora. No hay una única y gran causa que nos lleve hasta este abismo. Son infinidad de microactuaciones desde muy diferentes ámbitos las que se interrelacionan fuera de nuestro control y alcance para entenderlas. Por eso debemos de construir respuestas partiendo de los ámbitos de origen, ámbitos que sí conocemos a la perfección: casa, escuela y entorno más inmediato, cargando de igual peso a los tres y no girando el foco solo hacia uno de ellos, el contexto escolar.
Acoso escolar y violencia, son dos términos que se nos presentan constantemente de la mano, pero no por ello debemos de dejarnos confundir y saber diferenciar con claridad. La violencia debemos tomarla como algo puntual y fortuito, casi siempre como respuesta a un estímulo que puede ser de muy diferente índole, pero que igualmente provoca un estado de sobrexcitación y agresividad en el sujeto. Mientras que el acoso escolar es premeditado y calculado, es continuo en el tiempo y no siempre necesita de una violencia física agresiva. La violencia verbal, la burla, el “vacío”, o los falsos testimonios, pueden estar exentos de violencia física y sin embargo son de las actuaciones más comunes dentro del acoso escolar.
Ambos conceptos, violencia y acoso escolar, no son nuevos ni tampoco desconocidos. La violencia entre iguales existe desde el principio de los tiempos, otra cosa es que esta sea gratuita o no. De la misma manera el acoso escolar entre niños y adolescentes por sus compañeros de clase, como nos aclara el prestigioso psiquiatra español y eminencia mundial Rojas Marcos: “… es un viejo y grave problema que se da en todas las culturas”. Sin embargo, es cierto que llevamos cierto retraso en este tema respecto a otros países europeos. Los nórdicos, una vez más, instauraron ya un primer programa en Noruega contra el acoso escolar en 1982 (programa Olweus), nacido de estudios realizados en las escuelas de Finlandia en la década de los setenta. Nosotros, lastrados como siempre por los aciagos años de la dictadura, no supimos tampoco para echar a andar, ponernos de acuerdo a nivel institucional para estudiar y adaptar hasta que diseñáramos nuestros propios programas, algunas de esas exitosas medidas ya probadas con eficacia en estos países. Dejamos, como es costumbre, que cada comunidad, cada consejería, cada centro, cada claustro y finalmente cada profesor, sea quien aplicara las medidas que en cada momento creyera conveniente, estableciendo así sus propios protocolos de actuación y en definitiva atajando el problema como buenamente pudiera. Nos enfrentamos así, improvisando, desprotegidos y haciendo la guerra cada uno por su cuenta, a dos mastodónticos problemas dentro del universo infantil y adolescente, que no por veteranos quedaron desfasados y anticuados, ya que ambos han sabido mutar cual virus inmune para adaptarse a nuevos entornos, atacando con magistral precisión aquellos espacios que son muchos, en los que las sociedades actuales muestran resquicios de ingenuidad, debilidad, duda y/o buenismo.
“¡Los niños siempre han sido así!”, “¡Estamos magnificando el problema!”, “¡Tampoco es para tanto!”, son afirmaciones cada vez más escuchadas en boca de aquellos interlocutores que en su excusa, evidencian un claro desconocimiento sobre el tema, así como una tremenda frivolidad. Los niños y también las niñas, como personas que son, por supuesto que desde siempre han tenido como es natural, sus ataques violentos y de ira con sus iguales. Sus conflictos. La diferencia con la actualidad radica principalmente en dos aspectos, el número y la crueldad de los mismos. Ambos aspectos se han multiplicado y envilecido tanto dentro como fuera del entorno escolar, y lo que es peor, se han normalizado. De la eterna y ya casi tradicional pelea futbolera de patio entre un alumno de 4º A y uno de 4º B, a una vitoreada y jaleada paliza a un compañero con patadas en la cabeza propinadas por varios niños o niñas, que en secundaria además suele quedar grabada con risotadas de fondo del cámara, va un mundo. Un mundo que se abre entre ellos, los más jóvenes, nuestros hijos, nuestros alumnos y nosotros. Un mundo con un terrorífico abismo de por medio, que a nosotros nos produce un vértigo atroz, pero que a ellos les sirve trágicamente a veces como vía de escape para poner solución y punto final a sus problemas.
¿Pero qué podemos hacer? ¿Por qué ese cambio en nuestros pequeños? ¿Por qué esa crueldad? Por seguir con la autorizada voz del psiquiatra Rojas Marcos, nos explica éste que “…aunque la agresividad sí que puede ser innata y nos ayuda en nuestra supervivencia, la crueldad y la violencia se aprenden.”, y se aprenden al igual que a querer o a hablar. Si sabemos por tanto del comportamiento humano que en sus primeras etapas de vida, fundamenta la gran mayoría de sus aprendizajes en la imitación de lo que ve, deberemos por tanto preguntarnos para entender este cambio de conducta ¿qué es lo que están viendo nuestros niños ahora que no veíamos antes?, o ¿qué modelos observan y presencian con asiduidad en su mundo actual?
Si nos retrotraemos unas décadas en el tiempo dejando aflorar nuestros recuerdos, seguro que todavía podemos escuchar con claridad en la voz de nuestra madre o padre, cuando una vez acabada la cena nos disponíamos en el cuarto de estar a coger posiciones ante la televisión de dos canales, aquel lacónico e inflexible: “¡Venga a la cama!, esta película es para mayores”, con el que bastaba para hacernos entender, que se iban a ver cosas que nosotros por edad ni podíamos, ni debíamos presenciar. Punto y final. De aquello, hemos pasado en pocos años, a que es el propio niño muchas veces el dueño del mando a distancia, o en su defecto, en aquellas familias más pudientes, a que tenga una televisión en su propio cuarto como si de una habitación de hotel se tratara, dejándonos solo entrar como servicio de limpieza, y en la que por supuesto no faltarán sofisticados aparatos tecnológicos: móviles, tablets, ordenadores, etc., alimentados con el último grito en cobertura wifi y la mejor tarifa plana familiar en conexión de datos.
¿Qué ven? Todo. ¿Qué modelos? Los que ellos eligen. ¿Qué hacemos? Callar. Mirar para otro lado. Intentar tener un ratito de tranquilidad y de descanso en casa, que bien nos lo hemos ganado, evitando una discusión a última hora del día para la que no tenemos ya ni fuerzas, ni ganas. ¿Qué sucede? Pues que el universo de violencia y también a veces de sexo que ven nuestros pequeños es brutal. No sólo en los videojuegos que tan enganchados tienen a algunos de ellos y que en su adicción no son capaces ya de distinguir la ficción de la realidad, sino también en los videoclips de música que siguen (algunos con modelos machistas altamente perjudiciales), en las estupideces de algunos de esos nuevos gurús adolescentes de nuestro tiempo llamados youtubers, en los contenidos que visitan en el móvil de mamá o papá mientras éste quiere tenerlos un ratito entretenidos, o incluso en películas o programas a priori inofensivos, que ven estando nosotros presentes sin darles la mayor importancia. ¿O es que acaso no son violencia esas tertulias televisivas de tarde, en las que tanto se grita, se discute y se ofende al contrincante hasta hacerlo llorar cual combate de boxeo? Días más tarde, empujados por nuestra doble moral, lavaremos nuestra apenada y maltrecha conciencia, acudiendo en familia a ese gran estreno de Disney que nos han dicho tan buenos valores transmite, sin pararnos a pensar que en la última semana, han quedado grabadas en sus inmaculadas retinas, más imágenes violentas que las que ha visto Harry el Sucio en toda su vida.
Todo esto, ayudado por supuesto por otros perniciosos modelos y lemas que la sociedad impone y potencia a través de sus múltiples soportes: “El éxito a cualquier precio”, “Ganar por encima de todo”, “Sólo puede quedar uno”, “Siempre quedan los mejores”, etc. y que nosotros como familias difícilmente podemos controlar, configuran una visión infantil de la realidad totalmente distorsionada y muy alejada de los valores cívicos ideales que como sociedad nos planteamos, y que muchas veces sin embargo exigimos se implementen desde el contexto educativo. Aún así, un entorno familiar responsable, que se involucra, que predica con buenos ejemplos, que no delega sus obligaciones de educar en instituciones externas, y que pierde ese necesario tiempo en hablar con franqueza y explicar a sus pequeños qué valores son los verdaderamente importantes, es capaz con mucho de preservar esa inocencia y candidez infantil. El problema es que la balanza de familias que caen de esta parte, está cada vez más en peligro. Las prisas, una vez más, el cansancio, la frustración, la dejadez, la inexperiencia, el egoísmo, la burbuja, etc., van inclinando cada vez más la balanza hacia el lado oscuro.
De esa dejación de funciones parentales, emerge en el niño actual un nuevo y espeluznante síndrome acuñado ya como el “Síndrome del emperador”. El cual, se basa en una sencilla premisa como es, conseguir absolutamente todo lo que le apetece, sea al precio que sea. No existe en él ningún tipo de tolerancia a la frustración, tal y como pública el Justicia de Aragón en su informe del 2008 sobre resolución de conflictos en el ámbito escolar, generando “… adolescentes/niños que son violentos porque han hecho desde pequeños de la bronca y el enfrentamiento el medio habitual para conseguir lo que se quiere. Están acostumbrados a que su familia, amigos y escuela, cedan ante ellos para evitar los conflictos”.
Aunque según nos dicen los expertos, se está trabajando desde hace ya un tiempo en programas educativos para tratar el tema de la violencia entre los cuatro y los doce años, ya que es cuando todavía existe la posibilidad de reforzar el desarrollo de valores fundamentales como son la compasión y la tolerancia, será el modelo familiar y el entorno inmediato del niño, “lo que él ve de cerca”, quien imperará y dominará la escena por muchos programas educativos que apliquemos. No nos engañamos, los programas tendrán efecto como complemento de lo trabajado y vivenciado en casa y en su entorno, nunca serán válidos, o no tendrán especial trascendencia, si no son parte de un todo que englobe a los tres ámbitos: escuela, familia y entorno inmediato. Además de la implantación de estos programas, deberemos de estar siempre muy alerta y en guardia ante cualquier manifestación de incitación a la violencia que pueda surgir, por pequeña e insignificante que esta sea.
Tan perjudicial es la violencia aparente, distinguible y reprobable por todos, como aquella otra enmascarada tras microactuaciones presuntamente sin importancia, que por ser tenidas como inocentes e inofensivas llegan a quedar totalmente normalizadas. ¿Quién no ha presenciado a ese entrañable abuelito decirle al nieto cuando este ha salido llorando de la escuela: “¡Tú no te dejes de nadie, tú pégales más fuerte!?” O ¿cuántas veces les ha dicho su tío del alma: “¡Tú tienes que ser valiente y defenderte, y si te pegan, pégales tú también!?” ¿Cuántas veces han escuchado decir a su padre, “¡Cómo toquen a mi hijo se enteran!”, o a su madre la ya famosa frase de, “¡Yo por mi hijo si hace falta mato!?” ¿Verdaderamente es esto trabajar por la no violencia?
No somos del todo conscientes mientras perpetramos estas agresivas respuestas, de que les estamos dando a nuestros hijos, espectadores en primera fila, unos modelos violentos que interiorizarán como correctos y que copiarán en un futuro, además de hacerles percibir la realidad de una manera peligrosamente equivocada, exonerándoles continuamente de cualquier tipo de responsabilidad ante el conflicto, y haciéndoles creer sin embargo ser víctimas de todo lo que a ellos les suceda. Él o ella no se van a parar a preguntar si lo que han hecho está bien o mal, si no que será el guardaespaldas, nosotros, los encargados de pelear y discutir esos razonamientos. De la misma manera, les estaremos privando de la posibilidad de enfrentarse por sí mismos a los problemas, minando completamente su autonomía social, y convirtiéndoles en personas inseguras e indefensas, con escasos recursos y herramientas para defenderse y enfrentarse al mundo real.
Es de vital importancia pararnos a hablar con nuestros hijos. Explicarles bajo nuestro prisma lo que ellos perciben por sus sentidos, matizándoles qué es lo correcto y cómo esperamos que se comporten en cada caso. Debemos aprovechar precisamente los malos ejemplos y modelos que abundan, para reforzar las conductas adecuadas y que queremos en ellos enraícen. Solo nos hará falta un poco de tiempo, para conversar, explicar, razonar e intercambiar impresiones. No es tan difícil y por el contrario es enormemente gratificante para ambas partes. Nos obligamos todos los días con miles de actividades extraescolares que bajo ningún concepto se pueden perder, con miles de innegociables tareas y deberes, con miles de cuentos que sí o sí todas las noches hay que leer, y sin embargo, dedicar esos pequeños ratitos de intimidad a última hora del día, tumbados encima de la cama, relajados, para intentar ayudarles a entender con ternura y dedicación cómo funciona el mundo, nos suele parecer una pérdida de tiempo. La familia es el primer eslabón de esta pesada cadena, sin ella, sin su educación, no tenemos nada que hacer. Continuará …
Próximo sábado, segunda entrega. Centros escolares, muchos protocolos y poco margen de maniobra.
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