«La medicalización en la infancia»
La respuesta a ¿cómo podemos ser tan burros?, la causa de esta desproporcionada medicalización en la infancia, así como del desmesurado y neurótico etiquetado de síndromes, trastornos y déficits a edades tan tempranas, es sumamente compleja debido a la gran cantidad de variables que se conjugan para justificar los más dispares razonamientos.
De entre todas las razones, emergen tres muy por encima de todas las demás, las cuales dilucidaremos viajando primero al pasado para apoyarnos en el clásico entre los clásicos de la educación, Jean-Jacques Rousseau, concluyendo posteriormente en el presente, nuevamente con la ayuda de la psicopedagoga argentina Liliana González. Este viaje en el tiempo no tiene otro fin que el de desmentir de manera categórica ese pretexto barato tan manido como es: “Todo esto nos sucede por la sociedad en la que vivimos, son los tiempos que corren”. No es verdad. No es así. Esto ya ha ocurrido anteriormente. Esas excusas de mal pagador no tienen otra justificación que amainar las aguas de nuestra culpa. Nuestra deuda actual con la infancia no tiene que ver con los tiempos, si no con los individuos, con las personas que somos, con nosotros mismos. Con nuestra manera de actuar y de proceder, derivada principalmente de nuestra escala de valores, prioridades e intereses. Por tanto y por dejar zanjado este tema ya de entrada, el problema de la exacerbada medicalización y patologización de los comportamientos de la infancia, tendrá más que ver con el egoísmo, la pereza y la comodidad de las personas, que con los usos y costumbres de las sociedades.
En una escala de menos a más causalidad, la primera de las tres grandes razones que justifican nuestra perniciosa manera de actuar, es la ya comentada alienación de los individuos a los modelos de la comunidad, la búsqueda de niños “normales” que decíamos, de “niños patata frita”. Es cierto que esa primera razón alberga en sí misma un alto componente de aceptación social, pero no nos olvidemos que nadie nos obliga a nada. En la educación de nuestros hijos y alumnos debemos de actuar conforme a nuestros principios y no conforme a los dictados establecidos por modas o mayorías.
Sin embargo es preocupante, que muchas veces es la propia escuela, el propio sistema educativo, quien inconscientemente favorece el modelado de los niños en busca de ese alumno paradigma, que corrientes y tendencias de infinidad de campos, paradójicamente a veces todos menos el educativo, nos señalan como el adecuado para esta sociedad. Que esta escuela del siglo XXI, la que con tanto orgullo enarbola la bandera de la enseñanza individualizada, vuelva a caer en los errores de otros tiempos pretéritos, denota una gran falta de cultura educativa, de reflexión, o de seriedad a la hora de tomar las decisiones.
Lo denunciaba Rousseau en su obra magna sobre educación “El Emilio”, escrita nada menos que en 1762, esgrimiendo ya entonces: “No considero como una institución pública estos risibles establecimientos a los que se llama colegios. Yo no sigo contando con la educación del mundo, porque esta educación tendente a dos fines contrarios, falla en ambos, y no es apropiada sino para hacer hombres dobles que asemejen siempre relacionarse con los demás, y no relacionándose nunca consigo mismos”.
Por ejemplificar y traerlo a nuestros días. Está en boga hoy en día en las aulas la metodología de trabajo basada en el aprendizaje cooperativo, aprendizaje establecido por parejas, entre iguales. En mi opinión una metodología tremendamente sobrevalorada, pero que no discutiremos aquí sobre sus beneficios que a buen seguro que los tiene. Sin embargo, si discutiremos la incomprensible prevalencia de la metodología por encima de las personas, de las individualidades. Uno de los objetivos que persigue la misma es la socialización de los alumnos, siendo considerado este de carácter capital hoy en día en cualquier contexto educativo. Tan es así, que comenzamos a juzgar a los alumnos más por la versatilidad que ofrecen en el trabajo de pareja y por la proximidad que muestran al paradigma de alumno establecido en nuestro imaginario colectivo, que por el propio rendimiento académico que ofrecen. Está tan de moda ese modelo de alumno sociable, que sabe cooperar, que trabaja bien en equipo, que hemos empezado a recelar de aquellos otros alumnos más reservados, tímidos e introvertidos. Si el grado de retraimiento social que muestran estos segundos es considerable a ojos del docente, incluso se empieza a sospechar de su “normalidad”, solicitando entonces estudios y valoraciones que diagnostiquen esa “rareza” social. Seamos francos, ¿quién de nosotros, adultos, aguantaría de buen grado toda la semana o todo el mes, sentado con aquel compañero que te mangonea las pinturas, te raya los libros, te copia los trabajos o simplemente deja mucho que desear en su higiene personal?: “¡Es que está con una cara!” – aducen algunos maestros. ¿Pues con qué cara va estar el chaval? Pues amargao perdido de la vida. ¿Es que no tiene todo el derecho del mundo a sentirse bien trabajando solo, en su mesa, con sus cosas, a su marcha, sin que ningún compañero moscardón lo moleste? ¿Es que es de justicia juzgarlos por esa sociabilidad que los adultos les hemos impuesto, en tiempo, forma y modo? Porque además, como cabezones somos un rato, empecinados en nuestro objetivo docente de socialización sí o sí, para que se acostumbre y borre ese rictus de desagrado, de regalo otra semanita bien pegado al compañero de agradable perfume corporal con fragancia a nido de cuco. ¡Somos así! ¡No tenemos término medio! Nos hemos dejado influenciar tontamente con banales tendencias psico y socioeducativas y hemos pasado de exigirles a los alumnos una disciplina casi militar, a animarles a que entren al centro cantando jotas, contando chistes y poco menos que haciendo la conga, exteriorizando la inmensa alegría y felicidad que sienten por formar parte de esta comunidad educativa.
En segundo lugar, teniendo ya más peso como razón que justifica nuestra manera de actuar en cuanto a esa medicalización de la infancia, situaríamos al siempre nocivo proteccionismo infantil, que tampoco nada de novedoso comporta y si mucho de desesperante. También Rousseau se percató de ello hace nada menos que doscientos cincuenta años: “¿se puede concebir un método más insensato que el de educar a un niño como si no tuviese nunca que salir de su habitación, como si debiese estar sin cesar rodeado de sus gentes? Si el desgraciado da un solo paso en la tierra, si él desciende un solo peldaño, está perdido. Esto no es enseñarle a soportar la pena; es capacitarle para sentirla.”
Lo de la burbuja no es nuevo, no se engañen. Ni lo fue la económica, ni mucho menos la educativa. En este mundo educativo en el que acostumbramos a conducirnos al estilo piloto de rallyes, es decir a volantazo limpio y sin tiempo para pensar y reflexionar con calma las decisiones fundamentales, hemos pasado también de la noche a la mañana del: “Mira Pablito, si no atiendes no te vas a enterar de nada y además las matemáticas no se te dan nada bien ”, a: “Pablito sufre déficit de atención, es por eso por lo que no puede seguir las clases con normalidad y hay que intentar adaptarle todos los contenidos”. Es decir, lo que padece Pablito le sobreviene de fuera. No es que no atienda porque no quiera, si no que no atiende porque no puede. El síndrome se verbaliza con naturalidad delante de Pablito para hacerlo conocedor y partícipe del mismo, intentando evitar por supuesto que Pablito se sienta culpable por lo que le sucede. Él, lógicamente entenderá que no hace falta que haga nada especial para revertir la situación, ni afanarse en ningún esfuerzo suplementario, si no que serán los de demás quiénes lo deban de hacer por él. Eliminamos por tanto cualquier atisbo e intención de cambio por su parte, trasladando la responsabilidad de su aprendizaje del alumno al centro, a los maestros, siendo estos quienes deberán de subsanar ese déficit obrando en consecuencia con intervenciones individualizadas, búsqueda de apoyos, adaptaciones, nuevos materiales, etc.
Aquellos alumnos más despistados, más movidos, menos motivados, más “corticos”, están hoy día en peligro de extinción. No tienen cabida dentro de este sistema tan sofisticado, o por lo menos no así. Sí o sí el sistema tiene que etiquetarlos, catalogarlos, no puede tolerar esas lagunas y así emergen por doquier los famosos trastornos y síndromes variados de déficit de atención, de hiperactividad, etc. De esta manera creen tenerlos ya controlados, simplemente por el hecho de tener un papel con un dictamen metido en la carpeta amarilla de expediente del alumno en el archivador de secretaría. El problema es que se están expedientando en las escuelas tantas problemáticas educativas y de tan diversa índole, que hacen que sea técnicamente imposible que el docente siempre acierte con las prioridades a tratar dentro de su aula, ni que el jefe de estudios sea capaz de optimizar con exactitud los recursos a su alcance, convirtiéndose el cuadrar los horarios de apoyos del centro, una empresa más complicada que el desvelar como se producen los agujeros negros, no los educativos, si no los espaciales.
¿Pero por qué nos está sucediendo todo esto? Liliana nos apunta sencilla la tercera y más importante de las razones que justifican nuestra forma de actuar: “Por falta de tiempo, por falta de dedicación, por las prisas. Incluso a veces por falta de cariño”. Ser padre no es un cheque en blanco. Ser padre es la mayor responsabilidad de la vida. Nada es comparable. Nada. Y sin embargo en esta sociedad enferma, hay muchas veces que esa colosal decisión se toma demasiado a la ligera, sin pararse a considerar en profundidad a lo que nos exponemos, a lo que renunciamos, a lo que nos enfrentamos, más pensando en protagonizar un guión preestablecido que escenifica la felicidad y plenitud de la vida adulta, consistente en la postal de pareja con dos hijos, monovolumen y caseta para el perro, que en las nuevas y trascendentales responsabilidades que estoy a punto de adquirir. Nuevamente volvemos al principio, a la alienación de los individuos, a hacer lo que hacen los demás, pasando a ser sospechosas ante la sociedad aquellas parejas que no contemplen entre sus planes tener descendencia.
Cuando la paternidad o maternidad me llega así, sin estar doscientos por cien convencido de que quiero enfrentarme al mayor reto de mi vida, todo tarde o temprano se me va a empezar a hacer cuesta arriba. Cumplimos la mayoría de las veces a rajatabla con casi todas las obligaciones parentales, desde aquellas más básicas, como cuidado, salud, alimento, cobijo, seguridad, protección, hasta aquellas más superficiales que suponen afanarnos en intentar conseguir aquello que les proporcione felicidad y bienestar. El problema es que todo esto no es suficiente. Si nos quedamos solamente ahí, nuestras responsabilidades como padres no distan mucho de las que tenían los hombres y mujeres de Cromañón. Es así de simple. Eso es sólo el comienzo, porque conforme el niño o la niña vaya creciendo, a todas esas responsabilidades anteriores tendré que ir sumando la responsabilidad de educarle, quizá la más complicada, la que más tiempo conlleva, y la que más noches sin dormir y quebraderos de cabeza me va a dar. La educación, después de aquello más vital, es lo más importante y en ningún caso es delegable. No podemos caer en la egoísta hipótesis de que yo cuido y la escuela y las instituciones educan. No. Los niños deben de ser educados en el entorno familiar, desde el cariño, la comprensión y valiéndose de toda la paciencia del mundo. Por qué cuando no actuamos así y ellos empiezan a darse cuenta de que no son los principales protagonistas, para eso tienen un infalible sexto sentido, es cuando empiezan a aparecer las conductas anómalas, los problemillas, que tarde o temprano derivan en trastornos, síndromes y pastillitas.
Demandan tiempo. Tiempo de calidad, del de verdad. Porque aunque estamos con ellos desde que despunta el alba, hasta que exhaustos los metemos en la cama, intentando que sea más pronto que tarde para tener un merecido descanso, ¿cuánto de ese tiempo lo pasamos verdaderamente con ellos sin estar haciendo nada a la vez? ¿Cuántos minutos del día, es complicado que nos salgan horas, dedicamos a nuestros hijos sin estar haciendo mientras tanto las tareas de la casa, repasando los deberes, viendo la tele, mirando el móvil, etc.? ¿Cuánto tiempo de verdad les brindamos para simplemente escucharles, tratar de entenderles, explicarles cómo funciona el mundo, emocionarnos con sus carantoñas o para reírnos con las ocurrencias y gracietas típicas del niño que se siente querido, atendido y feliz? ¿Cuánto tiempo nos hace falta para obsequiarles con el mejor regalo que le podemos hacer a un hijo, como es decirles cada día?:“Te hice venir al mundo porque te elijo todos los días y porque tengo tiempo para vos. Para mirarte, para escucharte, para ver cómo estás, para ver quiénes son tus amigos, para saber cuáles son tus sueños. Te hice venir al mundo simplemente porque te quiero.” (Liliana González)
Muy bueno y «clarito»
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