JARABE DE LIMÓN (Parte 1)

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“A mi burro a mi burro, le duele la cabeza,

el médico le ha dado jarabe de cerveza,

a mi burro a mi burro le duele el corazón,

el médico le ha dado jarabe de limón.

El corazón me duele a mí. Nos duele a todos. A todos los que siendo testigos mudos, estamos al corriente del desmesurado y alarmante número de niños que están siendo medicados ya desde su más tierna infancia. Un problema mayúsculo, de gravedad extrema, del que incomprensiblemente ningún medio de comunicación se está haciendo eco, monopolizando el poco tiempo que a educación dedican estos, a la pomposa adulación de los nuevos influencers educativos y a banales metodologías salvadoras. Desde las organizaciones mundiales de la salud se viene dando la voz de alarma desde  hace ya un tiempo, pero a nadie parece importarle, bien porque el lobby farmacéutico mueve millones, es muy poderoso y no es aconsejable meterse con él, o bien porque esta comodona y negligente sociedad, que si que está enferma, a falta de tiempo todo lo quiere resolver a base de la “pastillita”. No puedo dormir, pastilla al cuerpo. Tengo ansiedad, pastilla al cuerpo. Tengo problemas, pastilla al cuerpo, no los tengo y me quiero divertir, dos pastillas al cuerpo. En la vida adulta cada uno puede hacer lo que quiera, pero en edad infantil, una vez más es cuestión de todos parar este desvarío, que va a terminar con nuestros pequeños adictos a fármacos desde su más tierna infancia, sólo por el mero hecho de ser o parecer a ojos de los adultos, diferentes a los cánones establecidos.

Cínicamente teatralizamos un impostado ceño de incredulidad, cuando nos preguntamos alarmados a nosotros mismos el porqué de esta desproporcionada medicalización. Sin embargo, conocemos perfectamente la respuesta, sus razones, sus matices y la idea subyacente que entre líneas oculta el macabro prospecto de estos prematuros tratamientos: “Se buscan niños normales, teniendo como normales la concepción que la sociedad de los adultos establece sobre las conductas y comportamientos tenidos como apropiados y correctos, ciñéndose estos a un grosero ideario común del niño perfecto.

Lo explicaba clarividente el actor Gustavo Salmerón en la película de finales de los noventa “Mensaka”. Cuando su banda de rock, tras mucho ensayar y ver que nunca llegaba aquella oportunidad ansiada, proponía renunciar a sus ideales musicales y virar hacia aquellos gustos más comunes que la sociedad imponía, el protagonista del filme indignado con sus compañeros, les conminaba a perseverar en la diferencia, a proteger el derecho a ser y a actuar fuera de lo establecido. De manera cutre pero profunda, asemejaba al individuo y a la sociedad con el plato de patatas fritas que acompañando a las cervezas animaba la conversación: “La sociedad nos quiere a todos iguales, cortados de la misma altura, forma y grosor, como ellas, como las patatas”. Aún sin estar escrito, todos debemos de ceñirnos al mismo patrón, al pensamiento único. Es la forma que desde siempre ha tenido la sociedad para mantener el control, para sentirse protegida y segura en sí misma. Es su mecanismo propio de defensa, en el que todos estamos siendo adiestrados desde nacimiento, repitiendo y copiando patrones y lo que es peor, no teniendo capacidad de buscar acomodo o encajando muy mal, los comportamientos o actitudes que se nos presentan como diferentes. Ni mejores, ni peores, solamente diferentes. Nuestra poca permeabilidad a las diferencias y el recelo o sospecha que nos generan aquellas conductas que se salen de la norma, nos colocan en la apremiante necesidad de querer etiquetarlo todo, registrarlo, catalogarlo. Es como si poniéndole un nombre a esas conductas y comportamientos, bautizándolas de una manera técnica, para eso la sociedad actual es extremadamente eficaz y frívola, quedaran estas ya controladas dentro del espectro de normalidad que la propia comunidad establece. Este proceso que yo también bautizaré por no ser menos como “bautismo conductual anómalo”, dota de un carácter institucional a la conducta extraordinaria, la hace reconocible a ojos de todo el mundo, y queda por tanto normalizada, dejando de provocar en los individuos sospecha, temor o aversión.

En nuestro campo, en el marco de las escuelas y colegios, donde a veces acudimos las familias en busca de consejo, preocupadas unas, desesperadas otras, no siempre se da con la solución adecuada, e incluso a veces incomprensiblemente se favorece y se anima a esa medicación precoz del alumno, pasando a ser los centros y los docentes co-responsables de la inquietante situación actual. Urgiría desde ya hacer números, porcentajes, saber la realidad con cifras exactas, tener estadísticas, esas que tanto gustan a servicios de inspección, consejeros y oportunos columnistas que despachan a vuela pluma infames artículos educativos. Sin embargo en este tema tan crucial como es la salud, la imbécil protección de datos del menor, el secretismo con que algunas familias conchabadas con inaccesibles consultas privadas llevan el asunto, además de la ya incomprensible descoordinación entre servicios públicos de salud y centros educativos, hacen totalmente imposible poder hacer una necesaria valoración porcentual, de niños en edades escolares con tratamientos farmacológicos relacionados con trastornos de la conducta o con dificultades de aprendizaje manifestados en su mayoría dentro de los contextos escolares.

Es necesaria y apremiante la inclusión de pediatras educativos dentro del marco escolar, incluidos e integrados como un profesional más dentro de las plantillas de los centros. Cuando hablamos de calidad educativa, no todo debe girar en torno a ratios, profesorado, apoyos, materiales, recursos,… hay que ampliar el campo de visión. La calidad educativa del futuro, que en gran parte va a pasar por la gestión de la atención a la diversidad, debe incluir ya a estos profesionales dentro de los equipos de orientación de los centros. Deben ser ellos, desde dentro del sistema, quienes liderando un equipo conformado por psicólogos y profesores, trabajen de manera coordinada la individualidad de cada niño, asesoren y guíen a los padres en primera instancia, determinen los tratamientos a seguir en una segunda si así lo creen conveniente, y controlen en todo momento el proceso, a través de la cuantiosa y fiable información que familias y docentes en un franco y sincero feedback, reporten puntualmente al equipo sobre la evolución del paciente. No es de recibo el angustioso y delirante proceso que sufren muchas familias a día de hoy, cuando superadas y confundidas por los comportamientos y actitudes de sus hijos, acaban recibiendo en poco tiempo cuatro o cinco opiniones y diagnósticos diferentes, aportados por el tutor del curso, el psicólogo del centro, el pediatra de la localidad, el servicio de salud infantil de la provincia y el especialista privado al que han acabado acudiendo, sumiéndolos en una desesperante confusión, que a menudo acaba por desquiciarlos. Cuando al final, pasado largo tiempo, algún profesional de entre todos los consultados acaba dando con la tecla, e insta a la familia a adoptar una serie de pautas de actuación, que a menudo abogan por mantenerse firmes, tener serenidad, temple y ser pacientes con el niño hasta que poco a poco en él impere un cambio a mejor, los padres ya desfallecidos y desmoralizados, preguntan con resignación si no existe nada que puedan darle al niño, que de una manera rápida y eficaz resuelva todos sus males y puedan ellos finalmente descansar y vivir en paz. ¡Cuidado! No nos confundamos. No culpemos siempre a las pobres familias de esa supuesta predisposición a medicar a la mínima a los niños. Hay que hacer una reflexión profunda y seria del sistema, de su diligencia y de su eficacia.

Aún así, hay otra gran parte de la sociedad, de las familias, aquellas de la inmediatez, de las prisas, de la de la angustia por todo, de la de “que mi niño no sufra, que no le falte de nada, que no se ofusque, que no pase un mal rato,… que no se vea diferente,” que continuamente desvirtúan con su superficialidad la seriedad del tema. Circula por la red al hilo de este tema, un magistral vídeo de la psicopedagoga argentina Liliana González, que invito a buscar y a escuchar con suma atención. Emitido en un programa de entrevistas, justo en el día del niño, la genial comunicadora es preguntada por cual es el mejor regalo que se les puede hacer a los niños en su día. Su respuesta, no tiene desperdicio. No se pueden decir las cosas ni más altas, ni más claras, ni tener mayor clarividencia a la hora de ilustrarnos en este asunto en tan sólo tres minutos. Les resumiré lo que expone Liliana con contundencia: – “Hagamos todo lo posible por frenar la patologización y la medicalización de la infancia. Cada vez se inventan más enfermedades sobre la infancia, que en realidad tienen que ver con los niños de siempre. Por no pensar en que el contexto les enferma, se piensa que el niño es el enfermo”  Para seguir poniendo tres ejemplos clarificadores que como una losa nos deja caer: “Antes nos decían los abuelos, los papás, los docentes, – Tienes hormigas en la cola-  traído de Argentina para España: “Eres un culo inquieto”, ahora es un niño hiperactivo, lo mediquemos. Antes era: -Pasa una mosca y por ahí se va, ahora, es el síndrome de atención dispersa, y un último que ha aparecido en los manuales de psiquiatría como es el trastorno oposicionista desafiante, que significa, que los chicos son caprichosos, que no hacen caso, que lo quieren todo, señores…- concluye magistralmente -, esos son los chicos de toda la vida.

Es casi insultante escuchar la lucidez y sencillez de sus hipótesis.  Te hace sentir pequeño, como padre, como maestro,…  Avergüenza la simple profundidad del mensaje que nos lanza como sociedad. ¿Pero qué estamos haciendo con nuestros chicos? ¿Pero cómo podemos estar siendo tan burros?

Continuará…

 

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